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Desde Matanzas, la Atenas de Cuba

“Cuanto quepa de alabanza, White lo merece. Cuanto de arte quepa, White lo tiene”

“Cuanto quepa de alabanza, White lo merece. Cuanto de arte quepa, White lo tiene”

José Martí

Por: Alina Guede Rojas

Transcurría la tercera década del siglo XIX, cuando el francés Charles White arribó a la ciudad de Matanzas por cuestiones relacionadas con su negocio de comercio.

Estaba lejos de pensar que algún tiempo después, tras unirse con una criolla de la raza negra, se convertiría el 17 de enero de 1836 en el padre de quien posteriormente sería uno de los más grandes y admirados violinistas del mundo: Jose Silvestre White Laffite.

Cuentan que sin tener ninguna noción técnica de la música, el hijo del comerciante galo desde bien pequeño manejaba el violín como un juguete y que a los ocho años tomaba clases con los profesores J. M. Romón y Pedro Lecerf, para llegar a los quince con su primera composición: una misa para orquesta.

Poco antes de cumplir 19, el joven White conocía y tocaba dieciséis instrumentos, entre ellos, violín, viola, violoncelo, contrabajo, piano, guitarra, flauta, corvetín y trompa.

Su primer concierto lo ofreció el 21 de marzo de 1855 en la Ciudad de Ríos y Puentes que lo vio nacer y crecer, acompañado por el célebre pianista norteamericano Luis M. Gottschalk.

Un año después, en justa pugna con treinta y nueve opositores, ganó en el Conservatorio de París el primer premio de violín, por lo que cursó estudios en dicha institución y quedó consagrado definitivamente entre los virtuosos del instrumento. Pasó a convertirse desde entonces en una de las mayores celebridades musicales de su época.

De regreso a Cuba, ofreció conciertos en La Habana y Matanzas y rápidamente se involucró con el movimiento independentista de la Isla.

Descubiertas sus actividades por las autoridades españolas, en 1875 se vio precisado a partir rumbo a México, junto al insigne pianista Ignacio Cervantes, amigos en los ideales y en el arte. A partir de ese momento, viajó por el área y se radicó en París, para siempre, en 1888.
Aclamado por el público y la critica de la Ciudad de las Luces, Madrid, Nueva York y otras grandes metrópolis del mundo, tuvo el honor de ser invitado a tocar su Stradivarius en el Palacio de las Tullerías, de París; ante los emperadores Napoleón III y Eugenia; en el Palacio Real, de Madrid; ante la reina Isabel II, que le concedió la gran cruz de Carlos III y le regaló una botonadura de brillantes; y en otras mansiones de la aristocracia europea.

También fue honrado con el nombramiento de director del Conservatorio Imperial de Río Janeiro y de profesor de los hijos del emperador don Pedro II de Braganza.

Fue maestro de violín en el Conservatorio de París, y después continuó transmitiendo enseñanzas, en su residencia de la capital de Francia.

Quienes le oyeron, afirman que White era un violinista insuperable en cuanto a técnica, gusto, afinación, elegancia y sentido interpretativo. Su espléndido talento creador quedó patentizado en diversas obras, entre ellas. Seis grandes estudios de Violín; varias fantasías, obras de música religiosa y bellísimas danzas de concierto como Juventud y La bella cubana, ésta última, legendaria pieza del repertorio musical cubano.

Entre sus más fervientes admiradores se encontraba nuestro José Martí, quien tras escucharlo en varios conciertos que ofreciera en México, dedica textos elogiosos en la Revista Universal, de ese país:

“White no toca, subyuga: las notas resbalan en sus cuerdas, se quejan, se deslizan, lloran: suenan una tras otra como sonarían perlas cayendo. Ora es un suspiro prolongado que convida a cerrar los ojos para oír, ora es un gemido fiero que despierta el oído aletargado: en el “Carnaval de Venecia” (pieza de White), las notas ya no gimen ni resbalan, salpican, saltan, brotan: allí encadenan voluntad y admiración”.

Y nada mejor para definir al eminente músico, que lo expresado con justificado orgullo en una de las críticas musicales redactadas por Martí:

“Hijo es él de aquella tierra en que el crepúsculo solloza: en que los cañaverales gemebundos besan perennemente con su sombra las clarísimas aguas de los ríos: hijo es de mi patria muy amada […] White tiene en su genio toda la poesía de aquella tierra perpetuamente enamorada, todo el fuego de aquel sol vivísimo […] Yo honro en él a la vigorosa inspiración, y la ternura y la riqueza de mi tierra queridísima cubana. Él debe el genio al alma, y el alma al fuego que la incendió y la calentó […] Horas fueron para mí de regocijo y entusiasmo las que pasé conmovido con su arco: páginas sean estas de gratitud y afecto para él: yo me siento orgulloso con que mi patria sea la patria de este artista perfecto y eminente. Cuanto quepa de alabanza, White lo merece. Cuanto de arte quepa, White lo tiene”.

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